Oseberg

Mil años han pasado y me yergo ante ti, mayestático y sobrio. En tus ojos de viajera avezada y sagaz puedo ver reflejado el crepitar de un millón de preguntas: sabes bien quién soy, sí, pero apenas me conoces realmente. Y, ¿cómo explicarte? Mi naturaleza inerte de roble y sal no me permite sino avivar cruelmente la sed de conocimiento de quienes, como tú, recalan brevemente en mis dominios antes de seguir su también fascinante e impredecible camino.

Te has retirado a un discreto rincón alejado del enjambre de turistas que me rodean y, ensimismada, paseas tu mirada redonda y lenta por mis veintidós metros de eslora mientras garabateas rápidas notas en una libretita que cabe en la palma de tu mano. La brisa de la tarde se cuela por los amplios ventanales y me trae el inconfundible aroma del Skagerrak que ha quedado impregnado en tu melena, fosca e indómita. Todavía blanca y vacilante a causa de la corta travesía levantas la mirada, entornas los ojos, detienes un momento el frenético movimiento del bolígrafo y recorres la estancia con ojos brillantes, sin ver más que mi regia figura de roble: los contornos de la sala del museo se difuminan y se diluyen, igual que la horda de turistas: hace rato que para ti no estamos sino tú y yo en la inmensa sala.

Ahora, por fin, me alcanzas. Ahora, por fin, te alcanzo. Puedo llegar hasta ti, empaparte de lo que soy. Puedo hacerte saber.

¿Cuántas veces habrá esa misma brisa, salina y gélida, en la que vienes envuelta empapado cada uno de los listones de mi casco durante los fantásticos atardeceres de Tønsberg? Las velas desplegadas, el viento a favor y treinta hombres ávidos de aventura y riquezas dirigiéndome hacia tierras lejanas, ellos y yo mecidos por las olas, salpicados de espuma marina mientras las mujeres nos acompañan con fiereza anhelante en la mirada y los ojos soñadores de los niños de la aldea, demasiado pequeños para embarcar, nadan a nuestro lado hasta que nos perdemos de vista.

Cuando el mar está en calma los hombres despliegan mis velas y, mecidos por las olas y arrullados por los recuerdos, nos dejamos llevar mientras pergeñamos distracciones para que la anticipación y las ansias de avistar tierra no nos consuman por dentro. Si se barrunta mala mar, todos se apresuran a arriar mis preciadas lonas y se preparan, con valentía legendaria, para aunarse con los elementos: unos, los más osados, ultiman los preparativos para lo que está por venir, vociferan órdenes cortas y concisas y afianzan los pies en la cubierta y las cuerdas en el mástil con fabuloso arrojo y valentía; otros, los menos y los menos valientes, disfrazan el miedo de prudente cautela y se afanan en ayudar en silencio para que el temblor de sus voces no llegue a traicionar la gallardía que los precede. Todos, sin excepción, invocan a nuestros dioses y confían en que Ran pescará con sus redes y se llevará consigo a aquellos para quienes una tumba de olas y sal haya de ser la última morada en nuestra amada Midgard. No hay secreto de sus corazones que yo no conozca, anhelo de sus almas que no haya quedado engastado en mi cuerpo. Los listones de mi cubierta están impregnados de sudor y esperanzas, de mil sueños y frustraciones. Cada muesca casi imperceptible en mis listones está embebida de las historias que cantaron los escaldos y con los remos que un día descansaron en mis chumaceras se perdieron un millón de gritos de dolor y rabia jamás proferidos que se tornaron en energía motriz y puños crispados y quedaron en la memoria de sus fibras. Cada rincón guarda el recuerdo, palpable y denso como la niebla del mar del Norte, de amores legendarios, odios intestinos, luchas ganadas y lágrimas fieramente contenidas. Todo lo contemplé, lo atesoré y lo guardo.

Mi último viaje fue, como seguro sabes, surcando senderos sin sal y sin olas: agotados mi tiempo y mi cometido entre los hombres, me fue encomendada la sagrada tarea de guiar a dos valerosas mujeres de mi tiempo por los gélidos caminos que un día han de recorrer todos los seres vivos y de los que ninguno ha vuelto para dar razón. Desposeyéndome de mi esencia más íntima, me conservaron para la eternidad. ¡Cuánto he echado de menos los dominios de Ran desde aquel día! Mi ajado ser, antaño desenterrado, estudiado, diseccionado y vuelto a ensamblar y hoy conservado y venerado como un oráculo, anhela el amado vaivén de las olas más que nada en este mundo. ¡Qué no daría por sentir, aunque sólo fuera una vez más, la espuma de las olas creando caprichosas formas de sal sobre las intrincadas decoraciones que me adornan!

Se ha hecho tarde ya y los bedeles empiezan a apagar, sala tras sala, las luces del museo: pronto te habrás marchado, igual que el resto de visitantes, y me quedaré con la oscuridad y mis compañeros de Gokstad y Tune como única compañía, moradores de un tiempo que no nos pertenece. Me acompañará, también, tu mirada serena y brillante y la de los pocos que, como tú, se marchan de mi lado con el alma desgarrándose, como si los arrancaran de aquello para lo que fueron creados y los devolvieran a una cotidianidad casi insoportable.

 Créeme: sé lo que se siente.

Antes de seguir tu camino, dulce alma mortal, me gustaría pedirte un último favor. ¿Ves a aquel niño de cara pecosa y gorra roja y blanca cuya madre va arrastrando a regañadientes hacia la puerta como si evitar el fin del mundo dependiera de traspasarla? ¿El que no deja de señalarme mientras sus ojos se clavan en mi popa y su alma vaga por otra parte? Sí: ese, exacto. Pues bien, hay hechos en esta vida que cuanto antes se aprendan, mejor para todos, así que acércate a su lado y dile por favor que, muy a mi pesar y por mucho que él se empeñe, no soy ningún drakkar.

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