Va de nanas…

Parece mentira cómo las conversaciones más peregrinas son capaces de agarrarte de la mano y llevarte, sin pedir permiso y a traición, por los caminos más recónditos de la memoria. Hace escasamente un par de horas hablaba con una persona (que si se pasea por aquí en algún momento se reconocerá) acerca de los cuentos infantiles, las intenciones moralizantes de los textos populares y su adaptación (y manipulación) a través de la historia para adaptarse a las costumbres, moral y conveniencia de cada época. De cómo la truculencia para advertir y avisar a los más jóvenes de que ahí fuera espera un mundo frío, hostil y para nada justo se ha sazonado siempre convenientemente con una pizca de intriga, un puntito de amor romántico, cuarto y mitad de inestabilidad familiar, una cucharada sopera de tópicos y arquetipos a menudo universales, una cucharadita de café de lo mismo, pero de alcance local y, justo antes de servir, moralina a discreción inyectada a presión en forma de final feliz—o espeluznante, según la época—pero siempre ejemplificante, no vaya a ser que a alguien se le ocurra poner en duda su papel en la sociedad o, peor aún, la inefabilidad del orden establecido, ¡líbrenos tal! Lo que antaño eran férreos estereotipos sociales, religiosos y de género hogaño se va convirtiendo en un policorrectismo capaz de sacarle los colores de vergüenza al más sinvergüenza, pero en el fondo pocas cosas han cambiado.

Pero a lo que iba: un género bastante menos estudiado que el de los cuentos infantiles pero igual de inquietante, si no más, es el de las canciones de cuna o nanas. ¡Ay las nanas! esas hermosas melodías que suelen ir asociadas a la voz de una madre, un ama de cría, un adulto que te arrulló cuando eras un bulto blandito y deforme y vulnerable, un cachorro de humano incapaz de comer, asearse o defenderse por sí mismo. Melodías que iban acompañadas de letras dulces dulces  (duérmete, niño) a la par que contundentes (duérmete ya), tranquilizadoras (que viene el Coco) y reconfortan… eh, oye, oye, espera, que viene ¿QUIÉN? (y te comerá) ¿qué? ¿que me qué, QUÉ? ¿cómo que me comerá? ¿Pero no estás tú ahí, que eres adulto, para evitarlo? Porque si me duermo se me va a comer antes, ¿no? Y, lo más importante, ¿lo vas a permitir? ¿O eso es solo si no me duermo y te doy pol saco? ¿Cómo va la cosa, eh, eh, EH?
La elección de esta nana no es casual. Hace no mucho tiempo, ciertos avispados publicistas la escogieron para la promoción de la película Nunca apagues la luz y pocas veces me he reído y, a la vez, he sentido tanta vergüenza ajena como leyendo en las redes sociales las airadas protestas de las madres de familia rasgándose las vestiduras y arremetiendo contra los promotores de la cinta porque la melodía del anuncio asustaba a sus tiernos e impresionables infantes.

La melodía.
Ajá.
Bien.
No, no nos estamos agilipollando, qué va.
No hay más preguntas, señoría.

Mi hermana le tenía miedo al Coco. Lo recuerdo por aquellas noches en casa de nuestra abuela, las conversaciones eternas antes de caer rendidas de sueño, las canciones, el bochorno, el aire que entraba por el balcón abierto de par en par a ráfagas escasas, tímidas y desganadas, como a regañadientes. Los ladridos de los perros, el cri-cri de los grillos, el chirrido oxidado de los columpios que se movían en el parque cercano, mecidos por el  mismo viento perezoso. Recuerdo asustarla diciéndole que ya lo oía venir, subiendo por la cuerda verde de la persiana, enroscada en lo alto del balcón. Recuerdo regocijarme en su miedo. Yo, por aquel entonces, había creado mis propias criaturas y me asustaba de ellas, mis propios monstruos. Hacía años ya. Y, sin embargo, la versión yanki del coco de Stephen King, la del relato corto The Boogeyman, consiguió mantenerme despierta toda una noche, la cara de poker para no revelar mi miedo delante de mi abuela (que me tenía advertido que leer a Stephen King no era la mejor manera de dormir del tirón), los ojos suspicaces clavados en aquella puerta del armario que nunca había acabado de cerrar el todo, la espalda vuelta contra el mismo balcón abierto de par en par. Si al Coco le hubiera dado antojo de merendarse una niña repelente, solo hubiera tenido que trepar por la cuerda de la persiana, abrir bien la boca de afilados dientes y zampárseme de un bocado: no lo hubiera visto venir. A no ser, claro, de haber visto su reflejo en la superficie de aquel armario negro, brillante, de puerta obstinada y eternamente entornada.

Pero vamos, que me he vuelto a ir por las ramas, como suelo. Las nanas son el reflejo más claro que se me ocurre de un mundo a la vez bello y terrible, luminoso y grotescamente amenazador, concebidas para transmitir a los niños esas cualidades de boca de las primeras personas que han de cuidarlos para, así, grabárselos a fuego en la memoria más honda. Canciones que brotan no ya del corazón sino del útero mismo y le ponen voz y música, a su vez, a los temores más hondos de toda madre: la pérdida del hijo, la muerte súbita, la enfermedad sigilosa e implacable, el enemigo invisible que acecha en el bosque para llevarse a su bien más preciado y alimentarse de su prístina inocencia. Pocas melodías me vienen a la cabeza que despierten sentimientos tan hondos, cálidos, inquietantes y contradictorios como la de una canción de cuna.

Durante mucho tiempo, estuve convencida de que mi madre sentía una extraña y perversa fascinación por las nanas más truculentas del mundo. Y esa certeza era como un ácaro que me carcomía. ¿Por qué no pudo mi madre cantarme nanas “normales”?  Porque lo de que se me iba comer el coco, pase… pero aquello era otro nivel. ¿Por qué aquel empecinamiento en intentar—sin éxito—asustarme? ¿Es que me quería menos que las madres que cantaban nanas “normales”? ¿Acaso no me quería en absoluto? Nada más lejos de la realidad: mi madre, sin saberlo, me estaba preparando para un mundo fascinante, sí,  pero hostil, igual que habían hecho tantas mujeres antes que ella y tantas otras antes que aquellas desde el principio de los tiempos.

Para ilustrar esta entrada he elegido cuatro nanas harto significativas para mí. Las dos primeras me las cantaba mi madre junto con la consabida Duérmete, niño y sus variantes más o menos explícitas que también eran territorio nanil de mi abuela (duérmete, niño, que viene el Coco/y se lleva a los niños que duermen poco, por si no había quedado claro a qué clase de niños se llevaban los hombres del saco y similares); las otras dos son descubrimientos relativamente recientes que, junto con la conversación que he mencionado más arriba, son algunas de las razones que me han impulsado a escribir este texto.

No cierres los ojos, niño es una canción de la enorme Rocío Jurado: presumiblemente, la tonadillera la compuso para cantársela a sus propios hijos. En ella, Rocío conjura los peores temores de cualquier niño (normal) para que no se duerma: “Te voy a contar un cuento/un cuento pa que no duermas/de lobos con dientes largos/y brujas que no son buenas”. ¡Pues vaya con Rocío! ¿Qué clase de persona adulta y en sus cabales le contaría semejante tipo de cuentos a un crío antes de ir a dormir? Pero que no cunda el pánico (en el mundo adulto: los críos ya hace rato que mojan los pantalones con la visión de las brujas, que los lobos son monos con o sin dientes largos): “Que verte dormir es triste/que a mí me da mucho mieo/ que a ti se te ponga/toíto tan negro”… ¡Acabáramos! Recuerdo la tarde en la que mi madre supo de la existencia de esta nana una vecina se la traspasó como se traspasaban antes las cosas: de boca en boca y de puño y letra. Yo era muy pequeña, tanto que no estoy segura de que hubiera dejado de ser hija única. Vivíamos en la primera casa que recuerdo, ¡y ha habido tantas! Recuerdo la hoja de papel, doblada en cuatro partes, con la letra manuscrita de mi madre en, creo, rotulador rojo, no me acuerdo muy bien. Recuerdo llegar a casa y escuchar la canción en el radiocassette y a mi madre cantando sobre la grabación. Recuerdo preguntarme qué tipo de nana era aquella y no entender la emoción, desbordante de puro triste, de mi madre. Recuerdo ver las escenas en mi cabeza (los lobos, las brujas, las estrellas, la luna de chocolate y los luceritos como las barras de canela de esas que mi madre le echaba a las natillas Royal). Recuerdo imaginar la negrura detrás de los ojos del niño, yo, que ya entonces conocía el miedo, justificado, a cerrar los ojos, abrirlos y no ser capaz de volver a ver la luz del sol jamás. Recuerdo las imágenes, los colores, la cara del lobo “malo” que en mi imaginación nunca pudo serlo del todo, de dientes afilados y ojos bonachones. Recuerdo la fantasía, el terror a lo inevitable y la desazón.

La segunda nana, Duerme, negrito, es un misterio. Hace muchísimos años le pregunté a la única persona que la pudo importar, entonces, a mi entorno y me sorprendió gratamente dándome no solo la referencia, sino enseñándome la maravillosa canción original; aquí he recuperado la versión de de Mercedes de Sousa. La letra es una maravilla de esas que hoy ofenderían fácilmente a soposocientos colectivos distintos antes de alcanzar la segunda estrofa, otra prueba más de que es muy probable que nos estemos yendo a hacer deporte y sin frenos. Sucede que mi madre la “versionó” a su manera, mandando a paseo buena parte de la letra original: “Duerme, duerme, negrito/que tu madre está en el campo/y te trae caramelitos”. ¡Mas sencillo! Para qué quería yo codornices, carne de cerdo y demás alimentos de verdad pudiendo tener lunas de chocolate y luceritos de canela? Los caramelitos me iban a hacer más feliz. Del mismo modo, todo el tema de las condiciones laborales precarias y demás le parecía poco amenazador para que una obstinada criatura como yo cerrara los ojos y pasaba, sin más rodeos, al meollo de la cuestión: “Y si el negro es malo/viene el diablo blanco/y ¡zas!, le come la patitaaa/ y ¡zas!/le come la manitaaa”. Jamás llegué a ponerle cara definida al “diablo blanco” de marras, pero ganas de sacar la mano por el embozo no daban, no.

Summertime es la historia de un malentendido y una decepción. La primera vez que escuché el tema de George Gershwin fue, hace más años de los que me gusta recordar, en la maravillosa versión que Paul McCartney publicó en su disco Снова в СССР de 1988. Para mí es una de las mejores versiones de este tema, la de veces que la habré escuchado imaginando en mi cabeza a la niña americana malcriada de algún punto entre los siglos XVIII y XX arrullada por la Mami de turno. ¿Cómo podría haber imaginado que era justo al revés? Fue en un festival de soul hace no demasiado cuando descubrí de dónde venía la canción: de la esclavitud anterior a la Guerra de Secesión estadounidense, “el algodón está alto”, ¿cómo se me pudo pasar? Papá y mamá te protegeremos hasta que el amo haga contigo tu santa voluntad, por supuesto que sí, preciosidad mía. ¿A quién no se le encogería el estómago y se le pondrían los pelos como escarpias?

Y, por último, Vallåt. Vallåt es como una corriente de aire helado, de un helor como la mayoría de los nacidos en regiones templadas no podemos ni tan siquiera imaginar; un helor de esos que se cuelan por entre los resquicios de una puerta de madera pesada y vieja y te hacen encogerte sobre ti mismo y buscar un fuego encendido para calentar las manos y alcohol de alta graduación para calentar las entrañas. Vallåt es la tristeza y la vergüenza insondables de un padre impedido, sin fuerzas siquiera para llegar al establo y sentarse a ordeñar una vaca para alimentar al pequeño que está a su cuidado mientras la madre se encarga de las tareas del campo y, desde la distancia, va preguntando por la vida de su hijo. De nuevo la figura de la madre, dadora y proveedora de vida a la vez; la madre que se ve obligada a dejar al cuidado de otro su mayor tesoro para procurarse el sustento de todos. Sin embargo, lo que en la primera nana es un canto a la injusticia social no exento de cierto optimismo, en esta es un lamento endémico, inexorable: en aquel caso, el enemigo es el hombre; en este, los elementos. He encontrado dos registros de esta canción, pero la desgarrada melancolía que Maria Franz y Einar Selvik imprimen a la adaptación de Kaunan es inenarrable. “Lu La, ¿vive todavía?/ Sí, sí, todavía está vivo”. Demoledor.

Hay más. Hay muchas más. Cómo no mencionar la “escarcha cerrada y pobre” de las Nanas de la cebolla de Miguel Hernández y, una vez más, a la figura de la madre como feroz garante de vida, de una vida que quiere abrirse paso contra viento, hambre, y marea; “No te derrumbes/no sepas lo que pasa/ni lo que ocurre”, le canta a su hijo el poeta desde la despiadada distancia de la cárcel. O la inocente Ring Around the Rosie, de la que me habló una maravillosa alumna mía, con la que todos los niños ingleses cantan a coro (¡y en corro!) que “¡achís! ¡ahís! y todos caemos” víctimas de la peste bubónica.  O cómo olvidar el uso que Veronika Franz y Severin Fiala le dan a clásicos alemanes como Guten Abend, gute Nacht o, sobre todo, a la tremenda Weibß du wie viel Sternlein stehen, que me obsesionó durante meses, en su magistral y revulsiva Goodnight Mommy, una historia con reminiscencias constantes a Stephen King (¡de nuevo!) y sus Chicos del maíz y, sobre todo, Agota Kristoff y sus inolvidables y perturbadores Claus y Lucas. Autores adultos aterrorizando a espectadores adultos apelando a sus primeros recuerdos, a sus terrores más primigenios. Magistral.

Y, al hilo de todo esto, no he podido evitar acordarme de una de las fórmulas de buenas noches que una de mis mejores amigas y yo nos dábamos, ya de adultas, cuando nos quedábamos a dormir la una en casa de la otra. Lo hacíamos en tono festivo, por reír, sin darnos cuenta del terrible significado que en el fondo encerraba:
Bona nit —buenas noches—, decía una.
I totes les puces al teu llit —y todas las pulgas a tu cama—, contestaba rápidamente la otra.
Había réplica. Y contrarréplica. Y réplica de la contrarréplica. Se podía caer en un bucle infinito: de hecho, era muy fácil. Y divertido. Tanto, que nunca nos dio, que yo recuerde, por pensar en el transfondo de ese tipo de réplicas: un tiempo y un lugar en el que, como aquí y hoy, el mundo también era un lugar fascinante y terrible, pero las condiciones de vida no tenían por qué ser apacibles ni higiénicas, los sueños no eran garantía de descanso reparador y el despertar no estaba, ni mucho menos, asegurado.

Bibiliografía:

La inmensa mayoría de recursos consultados para escribir esta entrada están enlazados en el texto; a los que no, se accede fácilmente a través de un par de clics partiendo del enlace principal. Las letras íntegras de todas las nanas están accesibles en los enlaces o en los comentarios de los mismos.

La imagen no es mía: todo el mérito es del artista. No he podido encontrar su nombre: si se reconoce y se pasa por aquí, con mucho gusto le daré el crédito que se merece.

No dudéis en consultarme si os surge alguna duda: ¡la curiosidad es vida!

Para saber más:

Cerrillo Torremocha, P. C. (s.f.) “Amor y miedo en las nanas de tradición hispánica”. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. [Publicación]. [En línea]. Disponible en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/amor-y-miedo-en-las-nanas-de-tradicion-hispanica/html/4d2ceae0-6bf0-4413-a79d-72bc6d2c5a40_2.html 

Scary for Kids (2013). “Children Rymes”.  [Publicación]. [En línea]. Disponible en http://www.scaryforkids.com/childrens-rhymes/

 

2 Comments

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  1. Mi madre solía cantarme coplas y yo, cabecita inquieta desde a recuerdo, nunca me limité a simplemente escucharlas y dormir, sino que buscaba el significado a casa frase. No recuerdo muchas pero una concreto me dejó toda la infancia preguntándome qué era lo que impedía qué mi madre me quiere como una madre que a su hija.
    “Eres mi vida y mi muerte, te lo juro chiquitina, no debía de quererte, no debía de quererte y sin embargo te quiero”.
    Pero, ¿qué coño, mamá? ¿Por qué no debía de quererme? ¿Qué hay mal en mí? Aún no he hecho nada, ¿hay algún error que viene de serie conmigo? Realmente me preguntaba qué había pasado que yo no supiera para que mi madre no debiera quererme.
    Luego una de hace mayor, descubre las letras originales (eres mi vida y mi muerte, te lo juro compañero, no debía de quererte, no debía de quererte y sin embargo te quiero) y llega a la conclusión de que su madre, olvidando que lo que tiene delante, aunque pequeño, sigue teniendo un cerebro y conciencia, estaba desahogando conmigo sus propias penas temores.
    Por suerte o por desgracia ahora mismo no recuerdo más canciones concretas.

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